La individualización de la pena


Una de las ideas imperantes en nuestro ordenamiento jurídico penal se conceptúa como la individualización de la pena, que no significa nada más que la pena que finalmente se imponga ha de estar relacionada con la gravedad del delito, las circunstancias concurrentes al hecho y la personalidad del delincuente. En consecuencia, podemos decir que la individualización de la pena es un proceso de progresiva concreción de la sanción a imponer a través de diferentes fases.

Podemos distinguir tres fases en este proceso. De una parte, la fase legislativa en la cual el legislador ordinario dispone un marco de pena, unos máximos y mínimos entre los que resultará la pena final. En igual medida el legislador ordinario puede permitir tener en cuenta diferentes aspectos circundantes al hecho delictivo para conseguir una mejor determinación de la sanción, como son la concurrencia de ciertos móviles, las circunstancias personales del delincuente o, sencillamente, permitiendo la elección del juez entre diversas posibilidades punitivas.

Una segunda fase la constituye el momento judicial: el proceso y la sentencia. Se busca, ni más ni menos, que la realización de la Justicia a través de la concreta determinación de la responsabilidad de una persona por el hecho que se demuestre que ha cometido. Obviamente, todos los jueces y tribunales tienen obligación de imponer las penas que establece la ley y para ello acuden a las reglas que la misma establece. Pero fácilmente podemos comprender que la ley permita a quien tenga que tomar esa decisión, precisamente, decidir entre diversas opciones. En algunos casos, el margen de acción es mínimo mientras que en otros es mucho más amplio: puede que la pena a imponer sea exclusivamente de prisión o que haya que decidir entre la pena de prisión o multa, lo cual se hará teniendo en cuenta las circunstancias que la ley permita, y, además, de entre lo solicitado por las partes acusadoras.

La última fase será la de ejecución, es decir, el momento en que la Administración Penitenciaria toma las riendas de la persona ya condenada, encargándose de que cumpla la pena en los términos determinados en la sentencia.

Nuestro Código Penal contiene las reglas generales para la aplicación de la pena en el Capítulo II del Título III del Libro I, en los artículos 61 a 79 CP. Como nuestra ley es exhaustiva, nada reprochable en el ámbito penal, puede surgirnos la idea de que alguna de las cosas que determina son verdades de Perogrullo. No obstante, es mejor pecar de exhaustivo antes que dejar la cosa al entendimiento libre; punto éste que se ha demostrado históricamente que no funciona. Así, el Código Penal nos recuerda que la pena que determina la ley es la que se impone a los autores de la infracción, mientras que a los cómplices se les impone la inferior en grado; el delito consumado se castiga con la pena determinada en la ley mientras que el delito intentado con la pena inferior en grado, salvo que se considere un delito específico la tentativa del hecho delictivo y ya venga, de serie, con una pena concreta. Son muchas las reglas que se mencionan y, en su conjunto, configuran la individualización de la pena como una pura cuestión matemática: dado un hecho que es delito y al que se le ha de imponer una pena entre esto y esto otro, lo multiplico o divido por el grado de comisión, le sumo las agravantes, le resto las atenuantes, miro a ver si no me paso de los límites y repaso el razonamiento del asunto.

Sin embargo, toda la marabunta de reglas no tiene otro objetivo que salvaguardar los derechos de los condenados que, aunque no guste a muchos, también los tienen. Cuando se le dedican unos minutos a pensar la cuestión en frío, se aprecian las ventajas del sistema. Plantearos, por ejemplo, que se permitiese determinar cuál es el castigo a la persona que ha sufrido el delito. En muchos casos, la dureza con la que se trataría al delincuente no tendría mesura; casos en los que, con el paso del tiempo y enfriada la sangre, puede llegarse a pensar que se cometió una mayor injusticia con la pena que con el delito. Por tanto, dejemos a Jueces y Tribunales que apliquen las normas sin pasión pero con rigor, aunque sea matemático.