Casi todos alguna que otra vez hemos oído la expresión “dolo”, generalmente en el contexto de un “obrar dolosamente” u “obrar con dolo”. Pero, ¿qué es eso del dolo?
El Diccionario de la Lengua Española nos aporta varias acepciones para el término. La primera, coloquial, lo identifica con el engaño, el fraude y la simulación; todos ellos términos diferenciados en Derecho Penal aunque claramente dolosos. La segunda acepción que nos aporta la R. A. E. está sacada del ámbito del derecho, concretamente de éste que nos incumbe, mientras que la tercera vendría referida al ámbito del derecho civil, con el que tiene similitudes pero también grandes diferencias.
En lo que nos importa, en este ámbito del Derecho Penal, podemos dar por válida la definición que los Académicos de la Lengua han predispuesto y asumir que el dolo es la voluntad deliberada de cometer un delito a sabiendas de su ilicitud. Pero la asunción de esta definición tiene una mejor causa que el recurrir a los doctos Académicos que con sus conocimientos limpian, fijan y dan esplendor a nuestra lengua; causa, sin ir más lejos, que encontramos en el silencio que nuestro Código Penal muestra acerca de este asunto, pues, no encontramos más referencias al dolo que en los art. 5 y 10 CP; referencias, por lo demás, escasas pero cargadas de implicaciones.
Como argumento a mayores, también a favor de los Académicos, hay que señalar que en la definición han conseguido reunir los elementos estructurales del dolo en sentido penal de forma armoniosa. Así descubrimos que esa referencia a la voluntad deliberada y a sabiendas tiene más miga de la que podíamos esperar.
Son dos, pues, los elementos estructurales del dolo. De una parte, el elemento volitivo, ese querer deliberado o deseo de realizar la conducta típica , que se expresa a través de la realización mediante unos medios concretos de la acción tipificada como delito o falta, y, de otra parte, el elemento intelectivo, esa voluntad “a sabiendas”, que constituye el conocimiento de que lo que se está haciendo es contrario a lo que determina la Ley y, por tanto, ilícito o delictivo.
Muchas son las clasificaciones del dolo que podemos encontrarnos: dolo de lesión y dolo de peligro, preordenado y episódico, genérico y específico, pasional o repentino, y un largo etcétera. Pero, fuera parte las elucubraciones doctrinales que podamos llegar a realizar, la distinción que más éxito ha logrado es la que distingue entre dolo directo, indirecto y eventual:
Pongamos como ejemplo que una persona quiere matar a otra, va y la mata sabiendo que esa acción constituye un delito.
Imaginemos en este caso que un sujeto quiere cobrar un seguro que tiene sobre uno de sus bienes y, para ello, le prende fuego, quemando de paso todo lo que hay alrededor y que no le pertenece. El sujeto no habrá querido hacerles daño a sus vecinos pero, no obstante, se lo ha hecho.
Poner un ejemplo para este caso es difícil, y puede con toda seguridad ser discutido, pero podríamos enfocar la cuestión en que, a efectos de la ley, no es lo mismo “querer matar apuñalando” que “querer apuñalar aunque se muera”.
Como en otros muchos aspectos del Derecho Penal, los puntos sutiles están sujetos a interpretación casuística y muchas son las sentencias del Tribunal Supremo que han analizado, en diferentes casos, la existencia o inexistencia de tal o cual tipo concreto de dolo, pues, la concreción de uno u otro comportará que la pena al final impuesta sea más o menos intensa.
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