Una de las conductas típicas contra la que más se ha venido luchando en los últimos años es la de conducir bajo la influencia del alcohol o drogas. Según datos de la Dirección General de Tráfico, el alcohol está relacionado directa o indirectamente con entre el 30 ó 50% de los accidentes lo que da lugar a que, en lo que llevamos de 2015, el 29% de los conductores y el 21% de los peatones implicados en accidentes de tráfico diesen positivo en las pruebas de alcoholemia.

El art. 379.2º CP se pensó para castigar y disuadir estos comportamientos, y su redacción no ha estado exenta de polémica. Literalmente dispone que “será castigado el que condujere un vehículo de motor o ciclomotor bajo la influencia de drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas o de bebidas alcohólicas. En todo caso será condenado (…) el que condujere con una tasa de alcohol en aire espirado superior a 0’60 miligramos por litro o con una tasa de alcohol en sangre superior a 1’2 gramos por litro”.

En el artículo citado realmente nos enfrentamos a dos delitos diferentes aunque íntimamente relacionados. De una parte, se castiga el conducir bajo la influencia bien del alcohol o bien de las drogas y, de otra, se castiga el conducir con una tasa de alcoholemia superior a la marcada. Parecen iguales pero no lo son.

Por lo que se refiere a la conducción bajo la influencia del alcohol o drogas, lo importante se reduce a la ingesta de lo uno o lo otro y a que tal ingesta produzca un efecto muy concreto en el conductor: que sus facultades se encuentren mermadas. ¿Cuándo se produce esta merma de facultades? En cada persona es diferente: hay quien puede tomar cuatro copas y seguir en pie y también hay quien a la primera ya está para echarse a dormir. En este delito no resulta relevante el índice de alcoholemia sino la merma de las facultades.

En cambio, en el segundo tipo penal contemplado por la norma penal el planteamiento es el contrario: se castiga el conducir con una concreta tasa de alcoholemia superior a la determinada en la norma penal. Para los conductores en general, la tasa de alcoholemia permitida alcanza los 0’25 miligramos por litro en aire espirado; momento a partir del cual te impondrían una multa. Pero si la tasa supera los 0’60 miligramos por litro en aire espirado, será delito. En este supuesto es indiferente el efecto, la influencia del alcohol que antes comentaba, haciendo hincapié en la causa, el alcohol ingerido. Aunque, siendo realistas, si alguien conduce con una tasa superior a 0’60, la influencia del alcohol se ve a la legua y la noche en el calabozo o el hospital está garantizada si se ha producido un accidente.

La pena a imponer en estos casos es variada puesto que el legislador pretendió crear un abanico de posibilidades. Las alternativas comprenden tanto la pena de prisión de 3 a 6 meses, la de multa de 6 a 12 meses o los trabajos en beneficio de la comunidad de 31 a 90 días. La pena, como es normal, la decide el Juez pero siempre teniendo en cuenta la solicitada por el Ministerio Fiscal o la acusación y en virtud de los argumentos esgrimidos en defensa del conductor, que en muchas ocasiones no pueden ser más que pocos si tenemos en cuenta que el “estaba de boda y se me fue de las manos” o el “hacía mucho tiempo que no veía a los amigos” no son argumentos jurídicos que se valoren en sede judicial.

Junto con esta pena, en todo caso de condena, la ley obliga a privar al condenado del derecho a conducir vehículos por tiempo de entre 1 a 4 años. Es esta condena la que generalmente molesta más a los conductores y la que sirve plenamente al efecto prevenido por la ley y que todos debiéramos cumplir: nunca más conducir con una gota de alcohol en el cuerpo.