En los últimos días, con escasa sorpresa, la filtración de los Papeles de Panamá, o mejor dicho su actual publicación, ha causado sensación entre los diferentes medios de comunicación que han llenado horas de emisión, páginas del diario y del especial de fin de semana y entradas online en los más avanzados. Pero entre tanta noticia de última hora, con el nuevo afectado haciendo una declaración o el previo dimitiendo o derivando la atención hacia otro lado, un poco de lectura seria y reposada de los editoriales le va dando perspectiva al asunto.

Lo más llamativo de este asunto de los Papeles de Panamá –Panama Papers, al más puro estilo americano- es la duración de la investigación llevada a cabo por los periodistas involucrados. Todo parece indicar que la filtración se produjo hace cosa de un año y, desde entonces, algo así como 100 periodistas de diferentes medios han estado trasegando la documentación para hacerla entendible. Una vez que se han creído estar preparados, han destapado el bacalao entre grandes alharacas.

Pero, ¿por qué lo llaman filtración cuando deberían ponerle nombre de delito? El empleo eufemístico del término, pese a que no se me escapa, conviene ponerlo de manifiesto pues las diferentes informaciones de los medios de comunicación, si bien no señalan directamente a un culpable, parecen dejar entrever que el soplón ha sido alguien de dentro de Mossack Fonseca, con lo que parece deducirse, al menos indiciariamente, la comisión de una posible revelación de secretos por parte de alguno de los abogados de la firma.

Aunque, cierto es, en el plano moral la revelación no me plantea problema alguno puesto que pone de manifiesto los tejemanejes que determinadas personas llevan realizando durante mucho tiempo, en cambio, en el plano jurídico me resulta aberrante, si al final ha sido uno de los abogados de esa firma el que se ha saltado a la torera el secreto profesional que debiera guardar para con las informaciones que le han confiado sus clientes.

Ahora bien, el linchamiento mediático al que se va a someter a los involucrados en estos turbios asuntos, de blanqueos, lavados, evasiones y elusiones fiscales, por todo lo demás, lo tendrán bien merecido. La presión de la opinión pública en estos asuntos puede causar más estragos, reprimendas y reconducción de conductas de las que ninguna aplicación de la Ley, por estricta que sea, podrá llegar a alcanzar jamás –baste traer a la memoria La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne como claro exponente de lo que puede llegar a hacer una sociedad contra los que considera delincuentes.

En el ámbito jurídico, en cambio, se plantea un verdadero y auténtico quebradero de cabeza. Con estas informaciones que se han sacado a la luz, podemos llegar al convencimiento de que las personas involucradas no han cumplido con sus obligaciones tributarias en la forma que les correspondería; podremos incluso sostener su culpabilidad, como decía, en términos morales y reales, pero puede que se haya hecho saltar por los aires la posibilidad de llegar a condenarlos.

Una de las limitaciones que contienen la mayor parte de los sistemas jurídicos modernos, con mayor o menor regulación y acierto, es la prohibición del uso de la prueba ilícitamente obtenida en los procedimientos penales, es decir, la imposibilidad de jueces y tribunales de valorar las pruebas que no hayan sido obtenidas correctamente. Seguramente os suene la doctrina del “árbol envenenado” que se ha puesto tan de moda a causa de numerosas películas.

En consecuencia, esta justicia de telediario, de titular y portada, escasamente va a servir a la realización de la justicia legal, conllevando más insatisfacción para todos al ver como, de nuevo, los que podemos asumir como indiciariamente culpables se van de rositas.