En sentido riguroso la centralización es aquella forma de organización pública en la que una sola Administración, la del Estado, asume la responsabilidad de satisfacer todas las necesidades de interés general y, consecuentemente, se atribuye todas las potestades y funciones necesarias para ello. En sentido menos riguroso, la centralización admite la existencia de colectividades locales, si bien es el estado quien define e interpreta sus necesidades y quien efectivamente dirige su actividad y servicios.

Como ventaja de la descentralización se ha señalado la de acercar los niveles de decisión a los administrados y la de conjurar las disfunciones del centralismo. En todo caso, en esa autonomía de la descentralización  supone que se den, cuando menos, los siguientes elementos:

a) el Ente territorial tiene reconocido y garantizado un ámbito de competencias propios

b) el Ente territorialmente descentralizado goza de personalidad jurídica independiente del Estado

c) los titulares de sus órganos de gobierno son distintos e independientes

d) el estado o las Colectividades locales superiores no controlan directamente la actividad de los Entes territoriales menores.

Una técnica para  descongestionar el trabajo de los órganos administrativos superiores es la desconcentración, lo que consigue sencillamente trasvasando parte de las competencias de los órganos administrativos superiores a otros inferiores. La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, ha recogido la técnica de la desconcentración, pero sin definirla ni regularla, remitiéndose a las normas que la prevean: “la titularidad en el ejercicio de las competencias atribuidas a los órganos administrativos podrán ser desconcentradas en otros jerárquicamente dependientes de aquéllos en los términos y con los requisitos que prevean las normas de atribución de competencias”.

La institución jurídica que dará sentido a la organización administrativa será la competencia. La competencia es el elemento más característico de cada órgano administrativo ya puede definirse como la medida de la capacidad de cada órgano y también como el conjunto de funciones y potestades que el ordenamiento jurídico atribuye a cada órgano y que unos y otros están autorizados y obligados a ejercitar. Los criterios fundamentales de distribución de la competencia son: el jerárquico, el territorial y el material.

La competencia jerárquica es la medida de la distribución de las funciones y potestades entre los diversos grados de la jerarquía; se trata, pues, de un reparto vertical.

La competencia territorial supone una distribución horizontal en razón del territorio de las funciones y potestades y en relación con otros órganos que se encuentran situados en su mismo nivel jerárquico.

La competencia material supone una distribución por fines, objetivos o funciones y es la que da origen, por ejemplo, a la diversidad de atribuciones entre los diversos Ministerios.

El principio de jerarquía está enunciado entre aquellos a que ha de ajustarse nuestra organización administrativa en el art. 103.2 de la vigente Constitución española. Para que pueda hablarse de jerarquía es necesaria la existencia de una pluralidad de órganos administrativos, con competencia material coincidente, y  la garantía de la prevalencia de la voluntad del órgano superior sobre el inferior.

De las facultades o poderes insitos en el poder jerárquico se suele hacer la siguiente enumeración:

  1. El poder de impulso y dirección de la actividad de los órganos superiores sobre los inferiores
  2. El poder de inspección, de vigilancia o control sobre la actividad de los inferiores.
  3. La facultad de anular los actos de los inferiores a través de la resolución del recurso ordinario.
  4. La facultad disciplinaria sobre los titulares de órganos inferiores.
  5. La posibilidad de delegar las competencias en los órganos inferiores.
  6. El poder de resolver los conflictos de competencias entre órganos inferiores.

Así, pues, el principio de competencia se configura como el articulador de la organización administrativa, tanto en un Estado centralizado, como si se trata de un Estado descentralizado como el nuestro.