Homicidio y asesinato


 homicidio y asesinato

El matar a otra persona se ha venido considerando, desde antiguo, como uno de los delitos más graves que podían cometerse en prácticamente todas las culturas. No obstante, casi todos los problemas han surgido bien en la consideración de ese “matar” o bien en la concreción del concepto de “persona”.

La casuística, en este punto, es mucha y, con el devenir de los siglos, han ido surgiendo diferentes denominaciones para el mismo hecho o, si se quiere, para hechos muy parecidos. Así, podemos encontrar junto con las denominaciones de homicidio y asesinato, otras muchas ya en desuso: parricidio, matricidio, uxoricidio, infanticidio, regicidio… Todas ellas tienen en común la misma acción: matar, diferenciándose solamente en la persona que muere: padre, madre, esposa, niño de corta edad, rey o reina, respectivamente.

Actualmente, ya solo quedan dos denominaciones en uso: el homicidio y el asesinato, que ya no difieren en el “a quién” sino en las circunstancias mismas y circundantes del hecho.

 El homicidio aparece regulado en el art. 138 C.P es el primero de los delitos tipificados en nuestro Código Penal, lo que ya de por sí demuestra su importancia y pone de manifiesto la relevancia del bien jurídico que se busca proteger con este delito: la vida de la persona.

Por lo demás, puede ser el delito de tipificación más sencilla de los que contiene el Código Penal, pues, con una frase lo dice todo: “El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de 10 a 15 años”. El uso del futuro simple de subjuntivo del verbo “matar” (ese matare que a muchos suena tan mal) no hace más que referencia a la posibilidad de que alguien cometa la acción en el futuro, y que puede no ser más que una afectación por arcaica. Sin embargo, el laconismo del Código Penal en este punto, creo yo, no hace más que acentuar el compromiso sancionador de la sociedad, y del poder estatal, con este tipo de conductas, otorgándole un cierto peso, una cierta gravedad y una consecuencialidad apodíctica que no deja lugar a dudas: si matas, a la cárcel.

El asesinato, por su parte regulado en el art. 139 CP, se concibe como una forma de homicidio y, además, más grave por causa de las circunstancias en las que se lleva a cabo, lo que se demuestra si tomamos en cuenta la pena que se impone: de 15 a 20 años de prisión.

Las circunstancias que justifican la agravación de la pena y la distinción entre homicidio y asesinato solamente son tres y se requiere que concurra una cualquiera. Son:

  1. Alevosía.
  2. Precio, recompensa o promesa.
  3. Ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido.

 La alevosía existe cuando se comete el delito empleando en la ejecución del mismo cualesquiera medios, modos o formas que tiendan directa o especialmente a asegurarlo, sin riesgo, a causa de la defensa que pudiera oponer el ofendido, para con la persona que lo cometa. A riesgo de intentar clarificar y no conseguirlo, podemos decir que se considerarían alevosas esas tan manidas expresiones de nocturnidad (cometer el hecho por la noche, si tal cosa aprovecha al atacante e impide al atacado) o descampado (llevarse a la víctima a lugar donde no pueda pedir ayuda y el atacante pueda beneficiarse de ello).

El precio, la recompensa y la promesa, generalmente, plantean muchas menos dudas. Se relacionan todas con el dinero, con la comercialización de la vida ajena que va a ser sesgada.

 El ensañamiento, sin embargo, es de las circunstancias que más consternación produce en los estudiantes de esta ciencia. La Real Academia de la Lengua define el verbo “ensañar” como “deleitarse en causar en mayor daño y dolor posibles a quien ya no está en condiciones de defenderse”. En Derecho, se exige para que halla ensañamiento que se aumente deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima y se le cause, además, padecimientos innecesarios para la ejecución del delito. Esto explica, aunque quizá no justifica, que se considere ensañamiento el cometer el hecho con apuñalamiento reiterado cuando es la última puñalada la que mata al ofendido pero no, en cambio, cuando es la primera puñalada, puesto que, en este último caso, tras la primera y mortal puñalada, la persona ofendida ya no existe y, por tanto, ya no puede sufrir.